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“La esencia del principio de separación de poderes y su situación actual”

  • Foto del escritor: Daniel Padilla
    Daniel Padilla
  • 28 nov 2024
  • 8 Min. de lectura

Daniel Padilla Viqueira 28-11-2024

El respeto hacia el principio de separación de poderes en España es una cuestión de actualidad debido a las conductas que tratan de mermarlo. Ante ello, no es baladí exponer su origen y evolución en aras de recordar el motivo por el cual este principio es, ya desde su antigua formulación por Montesquieu y sin perjuicio de antecedentes más remotos, uno de los pilares del Estado de Derecho.

Centrándonos, de entre los varios criterios de distribución del poder, en el relativo a la división horizontal del mismo que da lugar al poder legislativo, ejecutivo y judicial, tenemos que es este último el más perjudicado. En nuestro ordenamiento constitucional queda plasmado la configuración tripartita de poderes en el artículo 66.2 de la Constitución Española, que atribuye la potestad legislativa a las Cortes Generales, su artículo 97 que otorga la función ejecutiva y la potestad reglamentaria al Gobierno, y el artículo 117.3 que reconoce el ejercicio de la potestad jurisdiccional, en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, a los Juzgados y Tribunales competentes según las leyes (la Constitución solo emplea la palabra “poder” en referencia al Judicial).

En la Unión Europea, no solo España sufre ataques dirigidos a cercenar la separación de poderes, otros Estados Miembros lo experimentan en mayor medida como Polonia y Hungría, que son protagonistas de esta problemática, como ya se ha pronunciado el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Fuera del viejo continente preocupa la reforma del Poder Judicial en México, entre otros países.

Retornando a nuestra patria, el presidente del gobierno, cabeza de la función ejecutiva, ha sido sujeto activo de uno de estos ataques mediante la presentación de una querella por prevaricación contra el juez que le ha citado para declarar como testigo en una causa centrada en la mujer del presidente. La gravedad del asunto dimana de la paupérrima justificación de la querella y la repercusión social de la misma al ser interpuesta por un cargo de tal notoriedad pública, llegando algunos autores a hablar de los medios de comunicación como “el cuarto poder”, lo que consecuentemente aumenta la presión sobre el Poder Judicial en el ejercicio de sus funciones como uno de los tres poderes del Estado. Son actuaciones de este tipo las que ponen de relieve la indiferencia con la que ciertos cargos del Estado se exceden en sus funciones y tratan de imponerse al Derecho, cuando el Estado de Derecho significa precisamente la subordinación del Estado al Derecho. A pesar de lo revelador de su propio nombre, a día de hoy en lugar de continuar consagrando este principio, se está intentando debilitar.

El mero hecho de que se haya debatido, en un Estado consolidado como el nuestro, términos como las comisiones de “lawfare”, es indicio de un retroceso en la vigencia del concepto del “gobierno de las leyes” que introdujo la Constitución de Massachusetts de 1790 y de los valores que amparan esa idea, pues no se puede comprender el Estado de Derecho sin el orden axiológico dado por el liberalismo, que opera como sustrato filosófico del mismo[1].

Tanto los revolucionarios liberales franceses como los ilustrados de las Trece Colonias norteamericanas plasmaron y reconocieron el papel preponderante que la separación de poderes debía tener para construir un Estado firme. Muestra de ello es la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, que su artículo 16 reza lo siguiente “Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución”. En este sentido también se debe traer a colación la Constitución de Estados Unidos de 1787, que de su articulado (en especial del artículo segundo y tercero) se desprende no solo la división horizontal, sino también la vertical entre los gobiernos locales, estatales y federal. Este fue un logro histórico en la formación de los Estados modernos, pero cabe recordar en palabras de Benjamin Franklin al mirar el símbolo de un medio sol que estaba en el sillón de Washington, que se trata de un sol “naciente y no poniente”, reconociendo la Constitución como una obra inacaba que con el devenir del tiempo se iría perfeccionando. Por ende, no se debe descuidar la división de poderes, surgida como un freno al poder del monarca absoluto, porque no es únicamente un punto de partida, sino un logro a mantener en el tiempo, aunque las formas de opresión hayan cambiado sustancialmente por la lógica evolución de la sociedad y de sus instituciones, manteniendo su idea central de separación de poderes, pero matizada a la actual configuración del Estado, porque como sea una sociedad así debe de ser su derecho “sicut societas, sic ius”.

A tenor de lo anterior, la esencia dada por Montesquieu de esta premisa del Estado de Derecho estriba en que todo ser tiene implícito el deseo de crecer, de hacerse más fuerte hasta el punto de llegar a la autodestrucción por la desmesura de ese impulso de engrandecimiento. Consecuentemente, se hace necesario un equilibrio para evitar ese instinto que, llevado al ámbito del poder, implica su expansión si no se fijan unos pesos y contrapesos, si bien Montesquieu lo entiende más como un concierto dinámico de los poderes que están en continuo movimiento y que tienen unos límites propios definidos por su historia, la costumbre, la forma de gobierno, entre otros. Para Montesquieu las leyes son las relaciones necesarias que se originan de la naturaleza de las cosas, entendiendo a su vez el concepto de la naturaleza como los rasgos inherentes a algo, aquello que lo dota de sentido, o como diría Heidegger, aquello que lo dota de “especificidad” al situarse en el valor intrínseco que aporta la perspectiva desde el marco cultural[2]. Las personas tienen leyes acordes a su naturaleza, es decir, leyes naturales. El humano al igual que los animales siente placer al estar en contacto con otros, estas relaciones se expresan en las costumbres que pasan a institucionalizarse, siendo las leyes positivas las encargadas de la correcta definición de los usos y costumbres. Las leyes positivas adecuan las leyes naturales para evitar el instinto natural del engrandecimiento desmedido que deriva en corrupción. Montesquieu vincula la idea del legislador a la idea de la moderación y esa es la razón por la que es menester contar con unas adecuadas leyes positivas[3].

En España, el desenvolvimiento del constitucionalismo liberal desde Cádiz tuvo un carácter diferenciado del francés debido al rechazo del planteamiento revolucionario radical y la creencia de los liberales de que su función era la de restaurar las Cortes. Así las cosas, mantuvieron una Monarquía moderada, mitigando el efecto de cambio en la división tripartita entre ejecutivo, legislativo y judicial con unas relaciones casi inexistentes entre el Rey y las Cortes, la ausencia del principio de responsabilidad política y el derecho de veto del Monarca a la legislación emanada de las Cortes. Los artículos 15, 16 y 17 de la Constitución de 1812 descansan sobre la idea de división de poderes con la potestad de hacer las leyes en las Cortes con el Rey; la función ejecutiva al Rey; y la potestad judicial a los Tribunales, resultando en lo que denominaron Monarquía “moderada”. En esta primera constitucionalización española se siguió una interpretación estricta y poco flexible de la separación de poderes, dando carta de naturaleza a una regulación inidónea de cara a resolver los plausibles conflictos entre los poderes, razón por lo que las siguientes constituciones adoptaron una postura más acorde a la interacción de los poderes[4].

La Monarquía tras Fernando VII no vio menguada su poder, a pesar de la instauración del parlamentarismo “orleanista” que exigía que el Gobierno contase con la confianza no solo del Rey sino también de las Cortes, debido al falseamiento electoral que permitió al Monarca arbitrar los cambios de Gobierno, y así se mantuvo con Isabel II[5].

Ya en época más reciente y hasta la actualidad, no es del Rey de quien preocupa un ataque contra la separación de poderes. El eje de poder se ha desplazado hacia los partidos políticos hasta tal punto que algunos autores hablan del término “partitocracia”. Se ha descuidado la correcta elaboración de leyes positivas que, conforme a Montesquieu, permiten el buen Gobierno y se ve en peligros los límites que la naturaleza del Gobierno exige. En este sentido el filósofo y jurista francés aseveraba que la corrupción es un mal absoluto que no se puede frenar con la regeneración, sino solo con la revolución ya que “una nación libre puede encontrar un liberador; una nación sojuzgada sólo puede encontrar otro opresor”. Tal disertación entronca de nuevo con su idea de impedir la desmesura y los excesos, que es lo que constituye el espíritu de las leyes (leyes positivas). De entre las leyes positivas, son las leyes políticas las de mayor relevancia al ser estas las que fijan la división entre gobernados y gobernantes.

La rectitud de las leyes políticas es lo que va a permitir al individuo conservar su libertad, concebida como un resultado y no como un principio, pues el principio es la independencia, que con el paso de la sociedad natural a la política se torna en libertad. El sucedáneo de hacer todo aquello que se considere oportuno sin límite alguno (independencia) es la seguridad de saber que no serás objeto de intromisiones en tu esfera personal. La libertad se configura como el derecho de hacer todo aquello siempre que las leyes lo permitan y permitirán todo aquello que no haga daño a otro, como así se postuló en el artículo 4 de la Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, es decir, la libertad de Derecho[6], que se verá menguada cuando un poder se expanda o absorba a otro. Tal riesgo de arrogación de la soberanía ya definida en 1576 por Bodino en “Los seis libros de la república” como el poder absoluto, fue advertido por Tocqueville al exponer que se intentaba reducir los pueblos a su infancia.

En conclusión, uno de los aspectos fundamentales de la división de poderes es mantener la neutralidad del Poder Judicial (“presque nulle”), erradicando injerencias políticas y presiones externas como los juicios sociales paralelos, evitar la politización de la Justicia y la judicialización de la política, cuya deriva da pie al Estado partitocrático “funcionando al unísono como rodillo de una sola voluntad y haciendo acomodaticio de lo jurídico a lo particular[7]. No hay que perder de vista aquellos pilares sobre los que se asienta nuestro Estado de Derecho, ni tolerar conductas que atenten contra los mismos, porque a pesar de ser elementos estructurales arraigados por el inexorable paso del tiempo que lo hace parecer inamovible, todo se puede cercenar, y es en una ciudadanía informada donde radica la clave para atisbar cualquier indicio de ataque y saber reaccionar a tiempo para que prevalezca la libertad, el equilibro y la moderación.


[1] F. Fernández Segado, El sistema constitucional español, 1ª ed., Dykinson, Madrid, 1992, pp. 110-115.

[2] J. Antonio Martínez Muñoz, El Derecho en la cultura contemporánea, 1ª ed., Independently published, 2021, Madrid, p. 31.

[3] Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes, Editorial Tecnos, Barcelona, Volumen I, pp. 23-24.

[4] J. Tomas Villarroya, Breve historia del constitucionalismo español, 6º ed., Centro de estudios Constitucionales, 1987, Madrid, p. 15.

[5] F. Fernández Segado, El sistema…, op. cit., pp. 40-43.

[6]Derecho Constitucional Judicatura, Carperi, 2024, Madrid, p. 8-1.

[7] P. Manuel González, La Justicia en el Estado de partidos, 1ª ed., MCRC, 2019, España, p. 32.

 
 
 

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